"(...)Encaramada a su altar de piedras, la anaconda enrollada sobre la maldición de su cuerpo alza la cabeza para observar el cielo con la inocencia de los irremediablemente fuertes. Sus ojos amarillos son dos gemas ausentes, ajenos al rumor de los felinos que con el hambre pegada a la costillas rasrean a sus víctimas, a la brisa que, en esta época sin lluvias, no cesa de transportar el polen hasta los claros abiertos por el ingenio o la mezquindad de otros hombres, o por la eléctrica crueldad del rayo(...)"
Luis Sepúlveda, Historias marginales
Luis Sepúlveda, Historias marginales
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